Por Cristina Urrutia Aldrete (publicado en http://www.morbidofest.com/archivos/30904)
Dicen que cada persona tiene sus monstruos, unos creen en seres horripilantes, rastreros e inmundos; otros en que las peores abominaciones se encuentran en las cosas más simples y sencillas; y unos más retoman los pequeños detalles y para que el horror se haga presente.
José Manuel Schmill nació un 21 de abril de 1934, sería mucha coincidencia decir que llegó a este caótico mundo en una tormentosa y oscura noche cual creador romántico, pero la Ciudad de México no se presta mucho para esos climas, seguramente el día era tan cálido que derretía la piel; tal vez por eso su predilección a retratar entes imaginarios con la piel hecha helado a medio día.
Como artista no se deja encasillar en una sola técnica, si bien lo que más explota es el óleo, sus obras con pastel, acuarela y grabado hablan por sí solas acerca de este talento y su curiosidad creativa.
De igual manera su arte abarca tres grandes temáticas, el paisajismo en donde México es su principal fuente de inspiración, el retrato en donde hace evidente su gusto por las féminas de buen cuerpo, con rostros en éxtasis y melenas abundantes; finalmente aquello que aquí nos concierne, los monstruos, que más que definirlos como tal, el artista gusta de hablar de ellos como impresiones del inconsciente, son criaturas nacidas de pincelazos y epifanías de una mente retorcida.
Como muchos talentos perdidos y poco reconocidos en esta tierra de oídos sordos y sentimientos malinchistas, Schmill ha tenido más fama en el extranjero que en su propio país, esto gracias a la beca Guggenheim que obtuvo en 1964. Lugares como Nueva York, Chile y Suiza han tenido la fortuna de ver sus creaciones en diversas exposiciones, ya sea de manera individual o compartiendo espacio con otros artistas de esta misma índole entre los que se encuentra a H.R. Giger.
Como parte de su carrera también ha sido portadista de dos de las bandas de metal mexicano más importantes en la historia de este género en el país: Luzbel y Decibel, y es que qué mejor que una horda de seres amorfos con cuencas vacías para ilustrar un título como Pasaporte al infierno (1986). Irónicamente esta música no es en absoluto de su agrado, sus preferencias se inclinan a la música mal llamada clásica u orquestal con compositores como Samuel Barber, Gustav Holst y Dimitri Shostakóvich. Su trabajo también ha sido publicado en el número 277 de Fangoria Magazine, revista especializada en cine y cultura de terror.
Schmill no puede, ni quiere, negar la influencia que el cine de Hollywood ha tenido en esta faceta de su quehacer artístico, sobre todo aquellas producciones que a partir de 1928 catapultaron a los Estudios Universal como una de las casas productoras más importantes a nivel mundial. Es necesario recordar a Drácula (1931) dirigida por el maravilloso Tod Browning (1880 – 1962) y el papel del eterno vampiro interpretado por Bela Lugosi (1882 – 1956), también la joya cinematográfica The Werewolf (1956) de Fred F. Sears (1913 – 1957) y con Steven Ritch (1921 – 1995), pero sobre todo uno de los monstruos más queridos, menos comprendidos y raquíticamente interpretados El fantasma de la ópera (1925) dirigida por Rupert Julian (1879 – 1943) y con la excelsa actuación de Lon Chaney (1883 -1930), también conocido como “el hombre de las mil caras”. En sus pinturas retoma la estética explícita de los maquillajes de estos clásicos del terror compuesto por pálidos extremos y grandes ojeras, mezclado con la tendencia actual (ni tanto) de los zombies con la piel hecha jirones.
Sus representaciones van desde hombres musculosos con gritos agonizantes, hordas de coloridos y difusos muertos, hasta infantes tiernos y peligrosos; su estética se basa en lo grotesco y deforme, a veces simplemente, cual test de Rorschach, es cuestión de encontrar en sus obras el rostro que más nos cause estupor.
Schmill es un ser extraño, que gusta de vestir un peluquín para verse aún más anormal. Se considera un artista clásico, desprecia el arte contemporáneo y a muchos de su colegas; un personaje ermitaño que prefiere pasar el tiempo entre sus abominaciones inexistentes a una sociedad mancillada por la mediocridad.
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